viernes, julio 14, 2006

La Ciudad y la Medicina Alternativa

La sabiduría popular —pragmática y certera— suele expresar su desaliento ante los inevitables embates de la enfermedad con la frase: “solo los ricos tienen derecho a enfermarse, el pobre se muere” que es una instantánea radiografía del malestar social. La medicina particular no está al alcance de las mayorías. La salud pública, que se jacta de ser gratuita y para todos, es otra de las líricas declararatorias que descansan, como letra muerta, en algún código ministerial. La seguridad social es una de las más inseguras. Más que los costos de los tratamientos, de las medicinas —de por sí exorbitantes e injustos— es la humillación burocrática a la que deben someterse los afectados, lo más lamentable.

Ante esta realidad, el habitante de medio pelo, deberá calmar sus dolencias con agüitas de manzanilla, confiados en que “ya pasará”, en que Dios no se olvida de los pobres, etc. Y si ello no remedia sus achaques, buscará la ayuda de la medicina alternativa. Hemos captado algunas pintorescas imágenes de estos lugares:

Lisiados, espantos, estrés. La última foto nos plantea un problema: sobre la puerta, en la parte inferior se lee: “pero bravo”. Si es una conjunción adversativa, significaría la actitud del sanador ante el enfermo; probablemente se querían referir al fiel guardián de la casa...

Las imágenes que siguen están ligadas al mismo tema:

En esta imagen se plantea dos dilemas lingüísticos: ¿Es posible fabricar aquí productos canadienses? Y el otro: el curioso lector podrá comprobar que el sustantivo “muleto” en el diccionario de la RAE significa “mulo pequeño, de poca edad o cerril” y de ninguna manera un sinónimo de muleta. Que la crisis nos golpea es más que evidente. Si no ¿cómo explicar ese “alquiler de muletas nuevas por 8 dólares al mes”?

Suele Suceder

Suele suceder que la ceniza de mi tabaco caiga al piso y eso conlleve a imaginarias pugnas con mi esposa... Suele suceder que desde el noticiero matinal me inoculen el pesimismo nuestro de cada día... Suele suceder...

Suele suceder que me entere que alguien nace, pero también de que alguien muere...
Suele suceder que recuerde algún consejo de mi padre ausente y perciba la enorme sabiduría de ello y que no supe captar en su momento... Suele suceder...

Hubo un amigo que me hablaba en otro idioma, que me cantaba en mis lastimosos años juveniles, que lo escuchaba —casi sin entenderlo— de sus propios fantasmas y casi lo creía conocer... A veces suceden estas cosas y hoy ha sucedido....Un viejo amigo ha muerto el viernes siete a las siete a los sesenta, cuarenta de los cuales vivió solo... Ese amigo, inglés, se llamaba Syd Barrett.

DESEARÍA QUE ESTUVIERAS AQUÍ
[Wish you were here]

jueves, julio 06, 2006

La Ciudad y sus cuevas


El primer hogar del hombre siempre fue una cueva. Hogar—hoguera, fuego y caverna, gruta y lar —del que viene llar—hollín—. Cobijo y luz y calor. Protección elemental contra los elementos. El color negro fue el primero: hollín más grasa animal y las primeras pinturas rupestres, el inicio del arte. Después Platón y su metáfora de la humanidad dentro de la caverna; pero antes de ello, el sencillo símil con el claustro materno, con las entrañas uterinas, pero también con la tumba, con el vientre terreno. Las grutas fueron respetadas, temidas, habitadas. La cueva de Alí—babá, sus “ábrete sésamo”, sinónimo de la riqueza interior.

En la edad media, dos antagónicos inquilinos las habitaron: los ascetas, los ermitaños, eremitas, santones, que escapaban de las tentaciones mundanas, representadas por los Burgos o ciudades, que seguían los preceptos de Fray Luís de León: “Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido”; y los que rebasaban los límites de la normalidad: leprosos, locos, bandoleros, asaltantes y forajidos...

La sociología, la sicología social —y el sentido común— intuyen que las grandes crisis que soporta una nación, se refleja en el aumento de la miseria y de las enfermedades mentales. Se especula que un 17% de nuestra población está por debajo de los límites de la indigencia. Es fácil comprender que las cuevas quiteñas hayan vuelto a poblarse de
“menesterosos”. Miremos lo que nadie quiere mirar:


Sin embargo, desde hace algún tiempo, —no podemos afirmar quiénes— algunas autoridades “avergonzadas” de tal espectáculo, y empleando el método avestruz, ha pretendido solucionar el problema, de la manera más cómoda: tapar las cuevas para que los “antisociales” ya no tengan ni siquiera esa oquedad inhumana donde reposar sus cansados cuerpos delictivos.

Nadie quiere mirar a los “menesterosos” [minestere= oficio, ocupación, de la que se derivan, paradójicamente, ministro]. En la Edad Media, las mazmorras eran oscuras y en ellas se arrojaban a los seres que la ciudad temía. En la modernidad, se los exhibe, se los vigila. Se inventaron los panópticos, [pan= todo, óptico= visión] para regocijarse con su dolor. No hay nada nuevo bajo el sol —dijo algún griego anónimo—. Pese a decenas de miles de años de evolución cultural, hemos retornado —eternamente— a la edad de las cavernas.